Alejandra Pizarnik
Después de cursar estudios de filosofía y periodismo, que no terminó, Pizarnik comenzó su
formación artística de la mano del pintor surrealista Batlle Planas. Entre 1960
y 1964 vivió en París, donde trabajó para la revista Cuadernos, realizó
traducciones y críticas literarias y prosiguió su formación en la prestigiosa
universidad de La Sorbona; formó parte asimismo del comité de colaboradores
extranjeros de Les Lettres Nouvelles y de otras revistas europeas y
latinoamericanas. Durante sus años en Francia comenzó su amistad con el
escritor Julio Cortázar y con el poeta mexicano Octavio Paz, que escribió el
prólogo de su libro de poemas Árbol de Diana (1962).
De
regreso a Argentina publicó algunas de sus obras más destacadas; su valía se
vio reconocida con la concesión de las prestigiosas becas Guggenheim (1969) y
Fullbright (1971), que sin embargo no llegó a completar. Los últimos años de su
vida estuvieron marcados por serias crisis depresivas que la llevaron a
intentar suicidarse en varias ocasiones. Pasó sus últimos meses internada en un
centro psiquiátrico bonaerense; el 25 de septiembre de 1972, en el transcurso
de un fin de semana de permiso que pasó en su casa, terminó con su vida con una
sobredosis de seconal sódico. Tenía 36 años.
Había
publicado sus primeros libros en los cincuenta, pero solo a partir de Árbol de
Diana (1962), Los trabajos y las noches (1965) y Extracción de la piedra de la
locura (1968), encontró Alejandra Pizarnik su tono más personal, tributario al
mismo tiempo del automatismo surrealista y de la voluntad de exactitud
racional. En esa tensión se mueven estos poemas deliberadamente carentes de
énfasis y muchas veces hasta carentes de forma, como anotaciones alusivas y
herméticas de un diario personal. Su poesía, siempre intensa, a veces lúdica y
a veces visionaria, se caracterizó por la libertad y la autonomía creativa.
Su
obra lírica comprende siete poemarios: La tierra más ajena (1955), La última
inocencia (1956), Las aventuras perdidas (1958), Árbol de Diana (1962), Los
trabajos y las noches (1965), Extracción de la piedra de locura (1968) y El
infierno musical (1971). Después de su muerte se prepararon distintas ediciones
de sus obras, entre las que destaca Textos de sombra y últimos poemas (1982),
que incluye la obra teatral Los poseídos entre lilas y la novela La bucanera de
Pernambuco o Hilda la polígrafa. También póstumamente fue reeditado el conjunto
de sus textos en el volumen Obras completas (1994); sus cartas quedaron
recogidas en Correspondencia (1998).
Infancia
La
infancia de Pizarnik fue difícil y más adelante, la poeta utilizará estos
acontecimientos familiares para conformar su figura poética. Cristina Piña
expone dos grietas importantes que marcaron la vida de la poeta: la constante
comparación con la hermana mayor propiciada por su madre y la condición extranjera
de la familia (de origen ruso). En la adolescencia tuvo graves problemas de acné y una marcada tendencia a subir de peso. Los
problemas de asma, tartamudez y autopercepción
física de la poeta minaron su autoestima: se trata de “esa sensación
de angustia que trae el ahogo asmático y que, muchos años más tarde y ya
convertida en Alejandra, Bluma [su apodo en su infancia] interpretaría como la
manifestación de una temprana angustia metafísica”; Este hecho
aumentó la diferencia entre
ella y Myriam, su hermana, que poseía todas las cualidades que sus padres
apreciaban: “esa Myriam delgada y bonita, rubia y perfecta según el ideal
materno, que todo lo hacía bien y no tartamudeaba ni tenía asma ni montaba líos
en el colegio”. Asimismo, la sombra del nazismo y la Segunda Guerra Mundial
eran constantes entre los padres de Pizarnik, lo que “ensombreció" la
infancia de las dos –ante los horrores del nazismo, los avatares de la Segunda
Guerra Mundial y las noticias acerca de la familia masacrada en Rivne ”.
Primeros años y juventud
Durante
este periodo comienza a descubrirse como un ser distinto, integrando así en su
carácter caótico e inestable la necesidad de ser reconocida por los demás (a
pesar de la discordancia consigo misma), se trata de “un personaje en el que
todo parecía adoptar la forma opuesta a “lo-que-debe-ser”, delineando una
imagen perturbadora e inquietante por lo desconocido”. «Bluma», como la nombraba su
familia, comenzó a desdeñar este apodo y, con ello, también los lazos familiares. “Supongo que tuvo que ver con
la voluntad de ser otra, de abandonar a la Flora, Bluma, Blímele de la infancia
y la adolescencia y construirse una identidad diferente a partir de esa marca
decisiva que es el nombre propio, esa inscripción de la ley y el deseo paterno
y materno en el sujeto que llegamos a ser”. Después,
durante la adolescencia, su incursión
en las letras supone el inicio de la desgarradura: “ya en el secundario Bluma estaba fascinada por la
literatura. No sólo la que enseñaban en el colegio o la que, secretamente, iba
descubriendo y haciendo circular entre las compañeras –Faulkner, Sartre-, sino
la que escribía” El existencialismo, la libertad, la filosofía y la poesía
fueron los tópicos de lectura
favoritos de la poeta, así como la identificación,
que durante toda su vida mantuvo con Antonin Artaud, Rimbaud, Baudelaire,
Mallarmé, Rilke y el surrealismo; reconocimiento por el que ha sido considerada
una poeta maldita.
Pizarnik
se enfrentó al modelo ideal de estudiante durante su estancia en la escuela
secundaria, “el prototipo de adolescente que forjó el imaginario social entre
las familias de clase media argentinas tiene que ver con el recato y la
discreción, la buena conducta y la aplicación en la escuela”. Es un proceso
que derivó en una joven mujer rebelde, estrafalaria y subversiva frente a la
imagen del adolescente de los años cincuenta: “se producen cambios notorios y
definitivos que irán configurando su personalidad y la convertirán en la “chica
rara” del colegio, llena de excentricidades y, para algunos padres, en la
imagen exactamente contraria a la que aspiraban para sus hijas”. La concepción de su cuerpo cobró
una importancia médica cuando las
anfetaminas tomaron importancia en su estilo de vida: su obsesión por el peso corporal inició la progresiva adicción
a los fármacos, “quienes la conocieron entonces y luego supieron de su adicción
progresiva –alguien recordó que siempre se refería a la casa de Alejandra como
“La farmacia” por el despliegue de psicofármacos, barbitúricos y anfetaminas
que desbordaba de su botiquín”; adicción
que tomaría otro nivel en años posteriores, cercanos a su muerte.
A
esta anti-convencionalidad y cuestionamiento se suma la pasión, cada vez mayor,
por la literatura. Lectora de muchos y grandes autores durante su vida, intentó
ahondar en los temas de sus lecturas y aprender de lo que otros habían escrito.
También lectora de la filosofía existencialista: El ser y la nada, El
existencialismo es un humanismo, Los caminos de la libertad. Así, la lectora se convirtió también en creadora: hacía
circular textos suyos con “el deseo de sobresalir, de triunfar”
Se
puede enumerar el nacimiento de varias obsesiones poéticas perdurables durante
este periodo: la búsqueda de identidad, la construcción de la subjetividad, la
infancia perdida y la muerte. “Ya desde su más temprana juventud, de una
fascinación que se convertirá en la cifra de su escritura, y en cierta forma en
el signo de su vida: la muerte”.
Educación
En
1954, tras cursar bachillerato, y con grandes dudas, ingresó en la Facultad de
Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Sus expectativas
académicas le hacían imposible permanecer en un solo sitio, “como lo demuestra
el hecho de que pasara de la carrera de Filosofía a la de Periodismo, luego a
la de Letras, al taller del pintor Juan Batlle Planas para, finalmente,
abandonar todo estudio sistemático y formal y dedicarse plenamente a la tarea
de escribir”. Varias perspectivas brillaron en este horizonte,
como las discusiones con Luisa Brodheim (compañera de Filosofía y Letras) y la cátedra de Literatura Moderna que impartía Juan Jacobo Bajarlía.
Juan actuó como protector y guía en la carrera literaria de Pizarnik: corregía sus primeros textos poéticos e introdujo a su primer editor, Arturo
Cuadrado, y a varios artistas surrealistas de la época como Juan Batlle Planas,
Oliverio Girondo y Aldo Pellegrini.
Durante
este camino de aprendizaje leyó a Proust, Gide, Claudel, Kierkegaard, Joyce,
Leopardi, Yves Bonnefoy, Blaise Cendrars, Artaud, Andrè Pieyre de Mandiargues,
George Schehadé, Stéphane Mallarmé, Henri Michaux, René Daumal y Alphonse
Allais. La poeta encontró en ellos marcas de su propia identidad “porque a
través de esa “escritura” secreta que son los subrayados se puede seguir y
captar la configuración de su subjetividad, tanto como percibir sus grandes
problemas interiores de esa época”. Las lecturas se transformaron en temas que
construyeron su personaje poético: la atracción a la muerte, la orfandad, la extranjería, la voz
interna, lo onírico, Vida-Poesía y la subjetividad.
Asimismo,
en esta época comenzaron sus sesiones de terapia con León Ostrov, y eso fue un
hecho fundamental en su vida y en su poesía (cabe recordar que uno de sus
poemas más famosos “El despertar” fue dedicado a él). Gracias a su
psicoanalista se motivó tempranamente por la unión entre la literatura y el
inconsciente, lo que a su vez hizo que se interesara por el psicoanálisis,
“significó un elemento capital para la constitución de su práctica poética y,
con el tiempo, se convirtió en un instrumento privilegiado para indagar en su
subjetividad”. No solo buscaba restituir su autoestima y aminorar
la ansiedad, sino también era un ejercicio poético en el que practicaba la reflexión sobre la subjetividad y los problemas internos.
Pizarnik en París
Alejandra
Pizarnik decidió emprender un viaje a Paris, de 1960 a 1964, en el que se
desarrolló como traductora y lectora de escritores franceses (entre ellos
Isidore Ducasse, Conde de Lautréamont). París fue para la poeta un refugio
literario y emocional, “sola o con amigos, cruzar una mirada cómplice con los
bellos ojos azules de Georges Bataille, hacer cadáveres exquisitos hasta el
amanecer, perderse en las galerías del Louvre o descubrir la belleza imposible
del unicornio en el museo del Cluny. La perfecta articulación de soledad y
compañía que, como una luz intermitente, necesitaba Alejandra para vivir”.
Trabajó en la revista
Cuadernos, trabajo “obtenido tal vez gracias
a Octavio Paz, por entonces agregado cultural de la Embajada de México en Francia, quien la presentó a Germán
Arciniegas, director de la revista Cuadernos para la Libertad de la Cultura, de
la UNESCO, o tal vez gracias al mismo Cortázar, que trabajaba en el organismo
internacional” y en algunas editoriales francesas. “Había algo radicalmente incompatible
entre Alejandra y cualquier tipo de trabajo que no fuera el exigente y lúcido
pulimiento de su propio lenguaje, la plasmación de esas extrañas historias que
escribía en su época en París, los artículos con los que luego contribuirá en
Sur, Zona Franca, La Nación y otras publicaciones”. Publicó poemas y críticas
en varios diarios, tradujo a Antonin Artaud, Henri Michaux, Aimé Césaire, Yves Bonnefoy
(del cual realiza una traducción con Ivonne Bordelois)
y Marguerite Duras. Además, estudió historia de la religión y literatura francesa en la
Sorbona. Allí entabló amistad con Julio Cortázar,
Rosa Chacel y Octavio Paz. Este último
fue el prologuista de Árbol de Diana (1962), su
cuarto poemario, en el que ya se refleja plenamente la madurez como autora que
estaba alcanzando en Europa. Finalmente, “en
1964 regresó a Buenos Aires como una
poeta madura que, en cierta forma, ya había
configurado definitivamente su poética
y sólo necesitaba tiempo para desarrollar el programa de
su creación”
Relaciones personales
Sobre
sus relaciones personales hay que mencionar el acercamiento a los varones y el
descubrimiento de su sexualidad durante la adolescencia. Pizarnik se agenciaba
en dos tendencias: era, a ratos, una chica rebelde que controlaba su coquetería
y se mostraba atrevida y sensual; sin embargo, era también una chica tímida que
se caracterizaba por el silencio y la informalidad.14 Durante su
adolescencia conoció a Luisa Brodheim (compañera de Filosofía
y Letras), Juan Jacobo Bajarlía, Arturo Cuadrado, y a
varios artistas surrealistas de la época como Juan Batlle Planas, Oliverio
Girondo y Aldo Pellegrini. Es después de este periodo que realiza el viaje a
París, donde se rodea de intelectuales con quienes comparte fiestas y charlas
artísticas: entre ellos cabe destacar Orphée y Miguel Ocampo, Eduardo
Jonquières y su mujer, Esther Singer e Italo Calvino, André Pieyre de
Mandiargues y Bonna, su mujer, Julio Cortázar y Aurora Bernárdez, Laure
Bataillon, Paul Verdevoye, Roger Caillois y su mujer, Octavio Paz, Roberto
Yahni, Ivonne Bordelois, Sylvia Moloy, y Simone de Beauvior. En 1965 expuso sus
pinturas y dibujos con Mujica Lainez, “los
pintores y escritores que se daban cita en “El
Taller” –Alberto Guirri, Raúl
Vera Ocampo, Enrique Molina, Olga Orozco, Mujica Lainez y tantos más– y Sur”.
Sus
biógrafos y analistas de su obra, han destacado la sexualidad no héterosexual
de Pizarnik, fluyendo entre variantes lesbianas y bisexuales, presionada
también por las exigencias sociales de ocultamiento, que la llevaron a ser
víctima del fenómeno llamado encierro en el "armario". La sexualidad de
Pizarnik fue deliberadamente ocultada por sus herederos y la albacea de su
testamento, censurando más de ciento veinte
fragmentos de sus diarios personales, publicados por la editorial Lumen en dos
ediciones diferentes, 2003 y 2013, dirigidas por Ana Becciú. Diversos estudios analizan el impacto de su
sexualidad en su obra.
Caída emocional
La
crítica menciona que la fusión entre vida y poesía de Pizarnik alentó las
crisis depresivas y los problemas de ansiedad que poseía. Ana Calabrese, amiga
de Alejandra Pizarnik, “considera en parte responsable de la muerte de
Alejandra al mundo literario de la época, por fomentarle y festejarle el papel de
enfant terrible que ella actuaba. Según Ana, ese ambiente fue el que no la dejó
salir de su personaje, olvidándose de la persona que había detrás”. Sin embargo, un
hecho que marcó su vida fue la muerte
de su padre el 18 de enero de 1967: “Elías murió
de un infarto. Alejandra estaba en Buenos Aires y le avisó sólo a su íntima
amiga Olga Orozco, quien fue al velorio (velatorio) para acompañarla”. Desde
este momento, las entradas de sus Diarios se volvieron más sombrías:
“Muerte interminable, olvido del lenguaje y pérdida de
imágenes. Cómo me gustaría estar lejos de la locura y la muerte (…) La muerte
de mi padre hizo mi muerte más real”. Durante el año
1968, Pizarnik se mudó junto a su pareja, una
fotógrafa, y a estos cambios se sumó también
su continua adicción a las pastillas: “También llegaron las pastillas que cada
vez le resultaban más necesarias para explorar la noche y la escritura o
convocar el sueño, siempre a riesgo de confundirse y agudizar, en lugar de
apaciguar, la angustia que la empujaba a lanzar esos S.O.S. telefónicos a las
cuatro de la mañana, los que, como recordaba Enrique Pezzoni, podían llevar al
borde del asesinato a quienes más la querían”. Su búsqueda para encontrar en
Francia un país al cual pertenecer
marcó la brecha para su desgaste emocional, “los amigos
señalan que, luego de su vuelta de este frustrado viaje, Alejandra inició un
lento proceso de clausura progresiva que tendría una primera culminación en el
primer intento de suicidio, en 1970. No es que dejara de verse con los
habituales habitantes de su reino personal –inclusive aparecerían nuevos amigos
como Antonio López Crespo y Martha Cardoso, Ezequiel Saad, Fernando Noy, Ana
Becciú, Víctor Richini, Ana Calabrese, Alberto Manguel, Martha Isabel Moia,
Mario Satz, César Aira, Pablo Azcona, Jorge García Sabal –sino que la
“errancia” alegre se iría reduciendo y cada vez más sería su casa el lugar de
reunión”.
Muerte
El
25 de septiembre de 1972, a los 36 años, se quitó la vida ingiriendo cincuenta
pastillas de Seconal durante un fin de semana en el cual había salido con
permiso del hospital psiquiátrico de Buenos Aires; hospital donde se hallaba
internada a consecuencia de su cuadro depresivo y tras dos intentos de
suicidio. El día siguiente, “martes 26, el velorio (velatorio) sumamente triste
en la nueva sede de la Sociedad Argentina de Escritores que, prácticamente, se
inauguró para velarla”. En el pizarrón
de su recámara se encontraron los últimos versos de la poeta:
no quiero ir
nada más
que hasta el fondo
Estilo
La
de Alejandra Pizarnik es pura indagación, si afirmásemos algo sobre ella, sería
una continua pregunta: “Siempre es el mismo interrogante: ¿de qué soy
culpable?, ¿por qué este eterno sufrir?, ¿qué hice para recibir tanto golpe
duro y malo?”. La necesidad de reconocimiento hace mella en Pizarnik, dando
pauta a una de muchas ambivalencias que sufrió: “Temo que mis deseos de
escribir no sean más que medios para conseguir el fin anhelado éxito, gloria,
fe en mí. También pueden ser excusas, ya que no estudio “en serio”, ya que no
vivo “en serio”. Puede ser también, que, dada mi escasa facilidad de expresión
oral, apele al papel de no atragantarme, para escupir el fuego de mis
angustias". Para Pizarnik escribir no solo representaba el reconocimiento sino,
también, la posibilidad de desahogarse, de manifestar esa sensibilidad que
poseía. Si bien Pizarnik estaba convencida de que la comunicación oral no era
una opción viable para expresarse, encontró en la escritura la manera de
transmitir sus sentimientos, evolucionando así del lenguaje poético a un tipo
de silencio constructivo-destructivo que permite al lector vivir y revivir la
visión interna de la poeta: “Pizarnik gestó su identidad desde un sentimiento
de excepcionalidad, y creer que estaba predestinada a ser una gran escritora le
sirvió para justificar su fracaso en la vida personal”.
El
extranjerismo es otro de los temas presentes en su poesía: “En Pizarnik, la
alteridad judía/argentina la hizo outsider, un personaje sin un sitio en la
sociedad, con pocas posibilidades de disolverse en la masa amorfa y atomizada
de una comunidad”. La muerte y la infancia es otro de los ejes
ambivalentes más importantes en la poesía pizarnikiana: la infancia es la excepción de la realidad, por lo tanto, representa la vida,
el paraíso deseado para una poeta que busca reinventar ese periodo que nunca
fue satisfactorio: “Yo no sé de la infancia / más que un miedo luminoso / y una
mano que me arrastra / a mi otra orilla / Mi infancia y su perfume / a pájaro
acariciado”. Ensalza la delicadeza del carácter infantil, pero, también, el peligro que la rodea; dentro de ese miedo se
encuentra la carencia: “Porque a veces no soy
muy mala conmigo, a veces, en medio de aquella desgracia y del anochecer, me
digo palabras lentas, cálidas, de una delicadeza que me hace llorar, porque son
las que no te dice nadie, los que jamás te dijeron, ni siquiera cuando cabías
en la palma de una mano". No solo el deseo de atención y amor envuelve el último
fragmento, también la imagen de niña
solitaria se muestra más expresiva que nunca. La muerte, al contrario, siempre
está presente, su poesía coquetea con ella al igual que con la locura y huye
una vez que la siente cercana. Se esconde en la oscuridad y la acoge como
hogar: “Afuera hay sol / Yo me visto de cenizas”.
Dentro
del mundo pizarnikiano, uno de los principales encuentros es el de la voz
múltiple: “da la impresión de que la argentina no se acerca al poema para decir
lo que ve o lo que piensa, sino, más bien, para escuchar qué sienten las demás:
las que fueron, las que serán y las que son en ella!". Toda la poesía de Pizarnik es un diálogo
infinito entre ella y todas las que es: “la
lengua común se encripta y se hace
ajena. Ella construye un lenguaje poético
que abandona a conciencia todo anclaje a lo real referencial”. Es una voz del
yo que está detrás del yo, aun si este se aleja. La búsqueda infinita de lo que se encuentra perdido, una
incesante travesía que, incluso hasta el
final de sus días, la absorbió en una terrible ambivalencia: el paraíso infantil y
la tentación de la muerte, la enajenación absoluta y la vocación amorosa.
Expresa Enrique Molina: “Toda su poesía gira en torno a estos dos polos
magnéticos, dos solicitaciones extremas que se funden en su voz”. Francisco
Cruz menciona: “La pretensión de que el lugar del yo sea el poema, conduce a la
necesidad de que el yo sea, a su vez, el sitio del poema.
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