Benito Pérez Galdóz
Siendo aún niño, su
padre lo aficionó a los relatos históricos contándole pasajes y anécdotas
vividos en la guerra de la Independencia, en la que, como militar, había
participado. En 1852, ingresó en el Colegio de San Agustín, en el barrio de
Vegueta de Las Palmas de Gran Canaria, con una pedagogía avanzada para la
época, en los años en que empezaban a divulgarse por España las polémicas
teorías darwinistas, polémicas que algunos críticos han rastreado en obras como
Doña Perfecta.
Galdós, que ya había
empezado a colaborar en la prensa local con poesías satíricas, ensayos y
algunos cuentos, obtuvo el título de bachiller en Artes en 1862, en el
Instituto de La Laguna (Tenerife), donde había destacado por su facilidad para
el dibujo y su buena memoria. La llegada de una prima suya, Sisita, al entorno
familiar isleño, trastornó emocionalmente al joven Galdós, circunstancia que se
ha considerado posible origen de la decisión final de Mamá Dolores de enviarlo
a Madrid a estudiar Derecho.
Llegó a Madrid en
septiembre de 1862, se matriculó
en la universidad donde conoció
al fundador de la Institución Libre de Enseñanza, Francisco Giner de los Ríos,
que lo alentó a escribir y le hizo sentir curiosidad por el krausismo,
filosofía que se deja sentir en sus primeras obras. Frecuentó los teatros y la
«Tertulia Canaria» en Madrid, formando tertulia con otros escritores paisanos
suyos. También acudía a leer al Ateneo a los principales narradores europeos en
inglés y francés. Fue en esa institución donde conoció a Leopoldo Alas, Clarín,
durante una conferencia del crítico y novelista asturiano, en lo que sería el
comienzo de una larga amistad. Al parecer fue alumno disperso y perezoso,
faltando a clase a menudo:
Entré en
la Universidad, donde me distinguí por los frecuentes novillos que hacía, como
he referido en otro lugar. Escapándome de las cátedras, ganduleaba por las
calles, plazas y callejuelas, gozando en observar la vida bulliciosa de esta
ingente y abigarrada capital. Mi vocación literaria se iniciaba con el prurito
dramático, y si mis días se me iban en “flanear” por las calles, invertía parte
de las noches en emborronar dramas y comedias. Frecuentaba el Teatro Real y un
café de la Puerta del Sol, donde se reunía buen golpe de mis paisanos.
B. Pérez Galdós,
Memorias de un desmemoriado, cap. II.
En 1865, asistió a la
terrible Noche de San Daniel, cuyos sucesos le impresionaron vivamente:
Presencié,
confundido con la turba estudiantil, el escandaloso motín de la noche de San
Daniel —10 de abril del 65—, y en la Puerta del Sol me alcanzaron algunos
linternazos de la Guardia Veterana, y en el año siguiente, el 22 de junio,
memorable por la sublevación de los sargentos en el cuartel de San Gil, desde
la casa de huéspedes, calle del Olivo, en que yo moraba con otros amigos, pude
apreciar los tremendos lances de aquella luctuosa jornada. Los cañonazos
atronaban el aire... Madrid era un infierno.
B. Pérez Galdós,
Memorias de un desmemoriado, cap. II.
Asiduo de los teatros,
le impresionó en especial la obra Venganza catalana, de Antonio García
Gutiérrez. Los cronistas y biógrafos recogen que ese mismo año empezó a
escribir como redactor meritorio en los periódicos La Nación y El Debate, así
como en la Revista del Movimiento Intelectual de Europa. Al año siguiente y en
calidad de periodista, asistió al pronunciamiento de los sargentos del cuartel
de San Gil.
En 1867, hizo su primer
viaje al extranjero, como corresponsal en París, para dar cuenta de la
Exposición Universal. Volvió con las obras de Balzac y de Dickens y tradujo de
este, a partir de una versión francesa, su obra más cervantina, Los papeles
póstumos del Club Pickwick, que se publicó por entregas en La Nación. Toda esta
actividad supone su inasistencia a las clases de Derecho y lo borran
definitivamente de la matrícula
en 1868. En ese mismo año, se produce la llamada revolución de 1868, en que cae
la reina Isabel II, precisamente cuando regresaba de su segundo viaje a París y
volvía de Francia a Canarias en barco vía Barcelona; en la escala que el navío
hizo en Alicante se bajó del vapor en la capital alicantina y llegó así a
tiempo a Madrid para ver la entrada de los generales Francisco Serrano y Prim.
El año siguiente, se dedicó a hacer crónicas periodísticas sobre la elaboración
de la nueva Constitución.
Las
primeras obras
En 1869, vivía en el
barrio de Salamanca, en la calle Serrano número 8, con su familia, y leía con
pasión a Balzac mientras formaba parte de la redacción de Las Cortes. Al año
siguiente (1870), gracias a la ayuda económica de su cuñada,
publicó su primera novela, La
Fontana de Oro, escrita entre 1867 y 1868 y que, aun con los defectos de toda
obra primeriza, sirve de umbral al magno trabajo que como cronista de España
desarrolló luego en los Episodios nacionales.
La sombra, publicada en
1871,
había ido apareciendo por
entregas a partir de noviembre de 1870, en la Revista de España, dirigida por
José Luis Albareda y más tarde por el propio Galdós entre febrero de 1872 y
noviembre de 1873; en ese mismo año (1871), también de la mano de
Albareda, entrará
en la redacción de El Debate y durante su veraneo en Santander conoció al
novelista José María de Pereda. En 1873, se alía con el ingeniero tinerfeño
Miguel Honorio de la Cámara y Cruz (1840-1930), propietario entonces de La
Guirnalda, en la que colabora desde enero con una serie de “Biografías de damas
célebres españolas” entre otros artículos.
Los Episodios nacionales
En 1873, Galdós comenzó a publicar los Episodios nacionales (título que le
sugirió su amigo José Luis Albareda),
una magna crónica
del siglo XIX que recogía
la memoria histórica
de los españoles
a través de su vida íntima y cotidiana, y de
su contacto con los hechos de la historia nacional que marcaron el destino
colectivo del país. Una obra compuesta por
46 episodios, en cinco series de diez novelas cada una
(con la salvedad de la última
serie, que quedó
inconclusa), que arranca con la batalla de Trafalgar y llega hasta la
Restauración borbónica en España.
La primera serie
(1873-1875) trata de la guerra de la Independencia (1808-1814) y tiene por
protagonista a Gabriel Araceli, «que se dio a conocer como pillete de playa y
terminó su existencia histórica como caballeroso y valiente oficial del
ejército español».
La segunda serie
(1875-1879) recoge las luchas entre absolutistas y liberales hasta la muerte de
Fernando VII en 1833. Su protagonista es el liberal Salvador Monsalud, que
encarna, en gran parte, las ideas de Galdós y en quien «prevalece sobre lo heroico
lo político, signo característico de aquellos turbados tiempos».
La tercera serie
(1898-1900). Después de un paréntesis de veinte años, y tras recuperar los
derechos sobre sus obras que detentaba su editor, con quien mantuvo un pleito
interminable, Galdós continuó con la tercera serie, dedicada a la primera
guerra carlista (1833-1840). El periodo de la historia española recogido en las
páginas de esta serie, arranca con la primera guerra carlista y la Regencia de
María Cristina, para cerrarse con la boda de Isabel II.
La cuarta serie
(1902-1907) se desarrolla entre la Revolución de 1848 y la caída de Isabel II
en 1868. La quinta (1907-1912), incompleta, acaba con la restauración de
Alfonso XII.
Este conjunto
novelístico constituye una de las obras más importantes de la literatura
española de todos los tiempos y marcó una cota casi inalcanzable en la
evolución de la novela histórica española. El punto de vista adoptado es vario
y multiforme (se inicia desde la perspectiva de un joven que mientras lucha por
su amada se ve envuelto en los hechos más importantes de su época); la
perspectiva del propio autor varía desde el aliento épico de la primera serie
hasta el amargo escepticismo final, pasando por la postura radical de tendencia
socialista-anarquista de las series tercera y cuarta.
Para conocer bien
España, el escritor se dedicó a recorrerla en coches de ferrocarril de tercera
clase, conviviendo con el pueblo miserable y hospedándose en posadas y hostales
«de mala muerte».
Oficio de escritor Benito
Pérez Galdós solía llevar una vida cómoda, viviendo primero con dos de sus
hermanas y luego en casa de su sobrino, José Hurtado de Mendoza.
En la ciudad, se
levantaba con el sol y escribía regularmente hasta las diez de la mañana a
lápiz, porque la pluma le hacía perder el tiempo. Después salía a pasear por
Madrid a espiar conversaciones ajenas (de ahí la enorme frescura y variedad de
sus diálogos) y a observar detalles para sus novelas. No bebía, pero fumaba sin
cesar cigarros de hoja. A primera tarde leía en español, inglés o francés;
prefería los clásicos ingleses, castellanos y griegos, en particular
Shakespeare, Dickens, Cervantes, Lope de Vega y Eurípides, a los que se conocía
al dedillo. En su madurez empezó a frecuentar a León Tolstói. Después volvía a
sus paseos, salvo que hubiera un concierto, pues adoraba la música y durante
mucho tiempo hizo crítica musical. Se acostaba temprano y casi nunca iba al
teatro. Cada trimestre acuñaba un volumen de trescientas páginas.
Desde la óptica de un
Ramón Pérez de Ayala Galdós era descuidado en el vestir, usando tonos sombríos
para pasar desapercibido. En invierno era habitual verle llevando enrollada al
cuello una bufanda de lana blanca, con un cabo colgando del pecho y otro a la
espalda, un puro a medio fumar en la mano y, ya sentado, completaba la estampa
tópica su perro alsaciano junto a él. Tenía por costumbre llevar el pelo
cortado «al rape» y, al parecer, padecía fuertes migrañas.
Desde su llegada a
Madrid, una de las mayores aficiones de Galdós eran las visitas al viejo Ateneo
de la calle de la Montera, donde tuvo oportunidad
de hacer amistad con intelectuales y políticos de todas las tendencias, incluidos
personajes tan ajenos a su ideología y sensibilidad como Marcelino Menéndez
Pelayo, Antonio Cánovas del Castillo o Francisco Silvela. También frecuentaba
las tertulias del Café de la Iberia, la Cervecería Inglesa y del viejo Café de
Levante. A partir de 1872, Galdós se aficionó a pasar los tórridos veranos
madrileños en Santander (Cantabria), entorno con el que llegaría a
identificarse hasta el punto de comprar una casa en El Sardinero, la animada
«finca de San Quintín». Pero el auge del
naturalismo en Francia y sus lecturas del mismo empezaron a afectar sus ideas
narrativas y en 1881 dio un notable giro a su producción novelística al
publicar La desheredada, como observaría su amigo y crítico literario Leopoldo
Alas, Clarín:
Galdós se ha echado en la corriente; ha
publicado un programa de literatura incendiaria, su programa de naturalista: ha
escrito en 507 páginas la historia de una prostituta.
Con “La desheredada”
abandona el género de la novela de tesis y abre el ciclo de las Novelas
españolas contemporáneas (1881-1889) que —en su mayoría— describen la sociedad
madrileña en la segunda mitad del siglo XIX. A partir de entonces comparecen
ampliamente bajo perspectivas naturalistas los elementos novelescos más caros a
Galdós: la locura generosa y abnegada, la debilidad sentimental femenina, el
egoísmo masculino, la exploración de la inquietud romántica y, a su lado, el
análisis de la dureza pragmática. Los personajes ya no serán de una pieza y sus
sueños o las contradicciones de su pensamiento ocuparán largo trecho, como
sucede en El amigo Manso (1882), intensa novelización de una renuncia amorosa
narrada por un personaje cuya crisis de existencia parece anticipar a los muy
posteriores de Miguel de Unamuno. Asimismo, como en La comedia humana de
Balzac, los personajes de unas novelas empiezan a aparecer en otras.
Entre enero y junio de 1887 publica en cuatro volúmenes Fortunata y Jacinta.
Galdós
diputado
La carrera parlamentaria
de Galdós comienza, de un modo un tanto rocambolesco, cuando en 1886 y
habiéndose aproximado el escritor al Partido Liberal, su amistad con Sagasta lo
llevó a ingresar en el Congreso como diputado por Guayama (Puerto Rico). El
escritor nunca llegaría
a visitar su circunscripción
antillana, pero su obligada asistencia a las Cortes —donde, tímido por naturaleza,
apenas despegaría los labios— le sirvió de nuevo e insólito observatorio desde
el que analizar lo que luego titularía como «la sociedad española como materia
novelable»
Más tarde en las
elecciones generales de España de 1910 se presentaría como líder de Conjunción
Republicano-Socialista, formada por partidos republicanos y el PSOE, en que
dicha coalición obtendría un 10,3 % de votos.
En su producción
novelística, todavía dentro del ciclo de las Novelas españolas contemporáneas,
inicia una segunda fase en que tras publicar Realidad en 1889, la lectura de
León Tolstói lo hace abandonar el influjo del naturalismo e inclinarse por el
espiritualismo, publicando entre 1891 y 1897 diez novelas en esta nueva
estética: Ángel Guerra (1891), Tristana (1892), La loca de la casa (1892),
Torquemada en la cruz (1893), Torquemada en el Purgatorio (1894), Torquemada y
San Pedro (1895), Nazarín (1895), Halma (1895), Misericordia (1897) y El abuelo
(1897).
La
aventura teatral
La vocación teatral de
Galdós fue muy temprana y como él mismo escribió en sus Memorias de un
desmemoriado ya de estudiante hizo sus pinitos como dramaturgo: «Si mis días se
me iban en “flanear” por las calles, invertía parte de las noches en emborronar
dramas y comedias». Empezó con Quién mal hace, bien no espere (1861) y el drama
histórico La expulsión de los moriscos (1865), que no se han conservado, y
siguió con la alta comedia Un joven de provecho (1867), de edición póstuma;
pero abandonó esa vocación muy pronto para entregarse por completo a la novela,
hasta que el 15 de marzo de 1892 se estrenó en el Teatro de la Comedia de
Madrid la primera obra madura de la producción teatral de Galdós: Realidad. El
autor recordaría luego esa noche en sus Memorias como «solemne, inolvidable
para mí». El éxito de la obra, y la buena disposición de la Guerrero, los
llevaría a estrenar en los primeros días de 1893 la versión teatral de La loca
de la casa (que como novela había pasado casi inadvertida).
Pero su confirmación
como autor de éxito
y crítica se la dio La de San
Quintín, estrenada el 27 de
enero de 1894; su cuarta obra llevada a las tablas,
tras el fracaso de la adaptación
del episodio Gerona.
Pero el estreno más
recordado de Galdós (junto con el posterior de Casandra en 1910) fue quizá el
de su Electra, el 30 de enero de 1901, por lo que supuso de oportuno «alegato
contra los poderes de la Iglesia y contra las órdenes religiosas que la
servían» en un momento histórico en el que en España, tras los avances
liberales del periodo 1868-1873, crecía de nuevo la influencia de los intereses
políticos del Vaticano. Aquella bofetada, que
para asombro del propio Galdós
fue mucho más
sonora de lo que él
había esperado, encendería la mecha de una
conspiración
ultramontana, que al cabo de los años se llevaría una desproporcionada,
triste y muy poco cristiana revancha: impedir que el genio literario de Galdós
fuera reconocido con el Premio Nobel de Literatura.
En general, el teatro de
Galdós no tuvo sino un éxito discreto; abominaba con todas sus fuerzas de la
rutina de empresarios, actores y espectadores que no aceptaban sus obras
demasiado extensas y de numerosos personajes, sus tendencias al simbolismo, sus
exigencias de decorados y elementos ambientales (como demuestra el airado
prólogo que antepuso a la edición de Los condenados, 1894), aunque tuvo
poderosos defensores que se esforzaron en llevar sus ideas dramáticas a las
tablas, como Emilio Mario.
Su primer intento
resultó muy revelador sobre lo que buscaba en escena: convirtió una novela
epistolar sobre el tema del adulterio, La incógnita (1888-1889) en novela
dialogada y luego en drama, en los dos casos bajo el título de Realidad (1889 y
1892, respectivamente), queriendo que la voz y el diálogo expresaran
directamente la confusión y el dolor de un ménage à trois donde todos sufren y conservan,
de un modo u otro, su dignidad. Algunas de sus piezas se resienten de su origen
narrativo, aunque muchas de ellas provienen de novelas dialogadas. Sus dramas
contienen reflexiones regeneracionistas sobre el valor redentor del trabajo y
del dinero, sobre la necesidad de una aristocracia espiritual, sobre la
grandeza del arrepentimiento y sobre la función estimulante y mediadora de la
mujer en la vida social: La loca de la casa (1893), La de San Quintín (1894),
Mariucha (1903), El abuelo (1904), Amor y ciencia (1905), Alceste (1914). Sus
dos grandes éxitos fueron el escándalo anticlerical de Electra (1901) y el
político de Casandra (1910).
Académico
Por fin, el 7 de febrero
de 1897, y pese a las oposiciones de los sectores conservadores del país —y en
especial de los neos (neocatólicos)—, Galdós fue elegido miembro de la Real
Academia Española.
Podría decirse que la
sociedad llega a un punto de su camino en que se ve rodeada de ingentes rocas
que le cierran el paso. Diversas grietas se abren en la dura y pavorosa peña,
indicándonos senderos o salidas que tal vez nos conduzcan a regiones despejadas
(...). Contábamos, sin duda, los incansables viajeros con que una voz
sobrenatural nos dijera desde lo alto: por aquí se va, y nada más que por aquí.
Pero la voz sobrenatural no hiere aún nuestros oídos y los más sabios de entre
nosotros se enredan en interminables controversias sobre cuál pueda o deba ser
la hendidura o pasadizo por el cual podremos salir de este hoyo pantanoso en
que nos revolvemos y asfixiamos. Algunos, que intrépidos se lanzan por tal o
cual angostura, vuelven con las manos en la cabeza, diciendo que no han visto
más que tinieblas y enmarañadas zarzas que estorban el paso; otros quieren
abrirlo a pico, con paciente labor, o quebrantar la piedra con la acción física
de substancias destructoras; y todos, en fin, nos lamentamos, con discorde
vocerío, de haber venido a parar a este recodo, del cual no vemos manera de
salir, aunque la habrá seguramente, porque allí hemos de quedarnos hasta el fin
de los siglos.
Problemas editoriales Un
laudo arbitral de 1897 independizó a Galdós de su primer editor, Miguel Honorio
de la Cámara, y se dividió todo en dos partes, de lo que resultó que Galdós, en
veinte años de gestión conjunta, había recibido unas 80 000 pesetas más de lo
que le correspondía. Después se averiguó que De la Cámara no había sido del
todo legal respecto al número y fecha de las ediciones de sus obras; lo cierto
es que a Galdós le dejó un déficit de 100 000 pesetas. Sin embargo, quedó en su
propiedad el cincuenta por ciento del fondo de sus libros que quedaba en espera
de venta, 60 000 ejemplares en total. Para librarse de ellos abrió el escritor
una casa editorial con el nombre de Obras de Pérez Galdós en la calle de
Hortaleza (número 132 bajo). Los dos primeros títulos que puso en el mercado
fueron Doña Perfecta y El abuelo. Continuó esta actividad editorial hasta 1904,
año en que, cansado, firmó un contrato con la Editorial Hernando.
Últimos
años
En el último periodo de
su vida, Galdós repartió su tiempo entre los compromisos políticos y la
actividad como dramaturgo.. Sus últimos años estuvieron marcados de modo progresivo
por la pérdida de la visión y las consecuencias de
sus descuidos económicos
y tendencia a endeudarse de forma continua, aspectos íntimos que el entonces
joven periodista Ramón
Pérez de Ayala, aprovechándose de su interesada
amistad con el viejo escritor, recogió más tarde en sus Divagaciones literarias:
En una
ocasión don Gabino Pérez, su editor, le quiso comprar en firme sus derechos
literarios de las dos primeras series de los Episodios nacionales por
quinientas mil pesetas, una fortuna entonces. Don Benito replicó: «Don Gabino,
¿vendería usted un hijo?». Y, sin embargo, don Benito no solo no disponía jamás
de un cuarto, sino que había contraído deudas enormes. Las flaquezas con el
pecado del amor son pesadas gabelas. Pero éste no era el único agujero por
donde el diablo le llevaba los caudales, sino, además, su dadivosidad
irrefrenable, de que luego hablaré. En sus apuros perennes acudía, como tantas
otras víctimas, al usurero. Era cliente y vaca lechera de todos los usureros y
usureras matritenses, a quienes, como se supone, había estudiado y cabalmente
conocía en la propia salsa y medio típico, con todas sus tretas y sórdida
voracidad. ¡Qué admirable cáncer social para un novelista! (Léase su Fortunata
y Jacinta y la serie de los Torquemadas). Cuando uno de los untuosos y
quejumbrosos prestamistas le presentaba a la firma uno de los recibos
diabólicos en que una entrega en mano de cinco mil pesetas se convierte, por
arte de encantamiento, con carácter de documento ejecutivo o pagaré al plazo de
un año, en una deuda imaginaria de cincuenta mil pesetas, don Benito tapaba con
la mano izquierda el texto, sin querer leerlo, y firmaba resignadamente. Los
intereses de la deuda ficticia así contraídos le llevaban casi todo lo que don
Benito debía recibir por liquidaciones mensuales de la venta de sus libros. Muy
pocos años antes de la muerte de don Benito, un periodista averiguó por esto su
precaria situación económica y la hizo pública, lo que suscitó un movimiento
general de vergüenza, simpatía y piedad (...) A principios de mes acudían a
casa de don Benito, o bien le acechaban en las acostumbradas calles, atajándole
al paso, copiosa y pintoresca colección de pobres gentes, dejadas de la mano de
Dios; pertenecían a ambos sexos y las más diversas edades, muchos de ellos de
semblante y guisa asaz sospechosos; todos, de vida calamitosa, ya en lo físico,
ya en lo moral, personajes cuyas cuitas no dejaba de escuchar evangélicamente
(...) Don Benito se llevaba sin cesar la mano izquierda al bolsillo interno de
la chaqueta, sacaba esos papelitos mágicos denominados billetes de banco, que
para él no tenían valor ninguno sino para ese único fin, y los iba aventando.
Ramón Pérez de
Ayala (1958)
En el aspecto literario,
puede anotarse que su admiración por la obra de León Tolstói se trasluce en
cierto espiritualismo en sus últimos escritos y, en esa misma línea rusa,
no pudo disimular cierto pesimismo por el destino de España, como se percibe en
las páginas de uno de sus últimos Episodios
nacionales, Cánovas
(1912), al que pertenece este párrafo:
Los dos partidos que se han concordado para turnar pacíficamente
en el poder, son dos manadas de hombres que no aspiran más que a pastar en el
presupuesto. Carecen de ideales, ningún fin elevado los mueve, no mejorarán en
lo más mínimo las condiciones de vida de esta infeliz raza pobrísima y
analfabeta. Pasarán unos tras otros dejando todo como hoy se halla, y llevarán
a España a un estado de consunción que, de fijo, ha de acabar en muerte. No
acometerán ni el problema religioso, ni el económico, ni el educativo; no harán
más que burocracia pura, caciquismo, estéril trabajo de recomendaciones,
favores a los amigotes, legislar sin ninguna eficacia práctica, y adelante con
los farolitos...
Benito Pérez
Galdós, Cánovas, Madrid, 1912
El 20 de enero de 1919,
se descubrió en el parque del Retiro de Madrid una escultura erigida por
suscripción pública. Por razón de su ceguera, Galdós pidió ser alzado para
palpar la obra y lloró emocionado al comprobar la fidelidad de la obra que un
joven y casi novel Victorio Macho había esculpido sin cobrar su trabajo. Un año
más tarde, Benito Pérez Galdós, cronista de España por designación del pueblo
soberano, murió en su casa de la calle Hilarión Eslava de Madrid, en
la madrugada del 4 de enero de 1920. El día de su entierro, unos 30 000
ciudadanos acompañaron su ataúd hasta el cementerio de la Almudena (zona
antigua, cuartel 2B, manzana 3, letra A)
Entierro
frío pero multitudinario
Es habitual leer, en la
abundante bibliografía y otros documentos que sobre la figura de Galdós se han
producido, que el escritor murió pobre y olvidado. Es asunto debatido, pero sea
como fuere José Ortega y Gasset denunció públicamente el olvido oficial,
institucional y político, del autor,
en una encendida necrológica
publicada en el diario El Sol el 5 de enero de 1920, y que comenzaba así: «La España oficial, fría, seca y protocolaria,
ha estado ausente en la unánime
demostración
de pena provocada por la muerte de Galdós. La visita del ministro de Instrucción
Pública no basta... Son otros los que han faltado... El pueblo, con su fina y
certera perspicacia, ha advertido esa ausencia... Sabe que se le ha muerto el
más alto y peregrino de sus príncipes». Frente a esa falta de pasión, Ortega
pronostica que la prensa de los días sucesivos se hará eco de la emoción y del
dolor general. Por su parte, Unamuno en idéntica fecha escribía que, leyendo su obra, «nos daremos cuenta del
bochorno que pesa sobre la España
en que él ha muerto».
Según la prensa del
momento,
uno de los primeros en presentarse en la casa mortuoria fue, efectivamente,
Natalio Rivas, ministro de Instrucción Pública, además de políticos como Alejandro Lerroux (siempre
atento a la simbología
de lo público) o la condesa y
amiga íntima del finado, Emilia Pardo Bazán. Poco después llegó el torero
Machaquito y una interminable procesión de amigos, conocidos y personalidades
varias. El desfile aumentaría en forma progresiva cuando desde las once de la
noche del mismo día de su muerte quedó instalada la capilla ardiente en el
Patio de Cristales del Ayuntamiento de Madrid. Allí acudieron el jefe del
Gobierno y cinco de sus miembros junto con «cientos de miles de ciudadanos».
También ese mismo día 4, el ministro Rivas
puso a la firma del rey un Decreto «estableciendo honores y distinciones»,
entre las que se incluían que el entierro fuese costeado por el Estado y la
asistencia de las Reales Academias, Universidades, Ateneo y Centros de
Enseñanza y Cultura, además de otros funcionarios ministeriales. El Senado, por
su parte, celebró una sesión para acordar el pésame de la institución y su
asistencia oficial al sepelio. Se publicó una esquela mortuoria dándoles el
pésame a los familiares (la hija de Galdós y su marido, su hermana Manuela,
ausente en Las Palmas de Gran Canaria, el albacea Alcaín...).
En señal de duelo, esa
noche del 4 de enero se cerraron todos los teatros de Madrid con el cartel de
No hay función. En la prensa madrileña y nacional, algunos
diarios como el conservador La Época publicaron números extraordinarios
glosando la imagen del escritor canario fallecido.
El lunes 5 de enero de
1920, rodeando el féretro la Guardia Municipal, de gala, y cubierto por coronas
de flores, partió el entierro de Benito Pérez Galdós. Los periódicos hablaron
luego de que 30 000 personas habían pasado por la capilla ardiente y de que
unas 20 000 formaron cortejo extraoficial hasta el cementerio. Aunque en esa época no era costumbre
que las mujeres acudieran a los entierros, en aquella ocasión abrió la
excepción la actriz Catalina Bárcena, y en cuanto el duelo oficial se retiró, a
la altura de la Puerta de Alcalá, progresivamente fueron acudiendo las otras
mujeres de Madrid: las menestralas, las obreras, las madres de familia de las
clases populares. El abuelo que contaba
historias que ellas podían
entender y sentir, el hermano escritor que las había inmortalizado con muy
diversos nombres y sentimientos, emprendía aquella fría tarde su último viaje.
Fuente: https://es.wikipedia.org/wiki/Benito_P%C3%A9rez_Gald%C3%B3s
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