Baruch Spinoza

 

Nació en Ámsterdam (Países Bajos) en 1632, procedente de una familia de judíos sefardíes emigrantes de la península ibérica, que huía de la persecución religiosa.

 

Sus raíces familiares se encuentran en Espinosa de los Monteros, donde el apellido de sus parientes era «Espinosa de Cerrato».  Los Espinosa fueron expulsados de Castilla por el decreto de los Reyes Católicos del 31 de marzo de 1492, y decidieron instalarse en Portugal. Allí fueron obligados a convertirse al catolicismo para seguir permaneciendo en el país cuando Manuel I de Portugal, el Afortunado, se casó con Isabel de Aragón, primogénita de los Reyes Católicos, y ordenó a los judíos que ocupaban posiciones importantes en el país que se bautizasen a la fuerza (médicos, banqueros, comerciantes, etc.). En esa época ciento veinte mil judíos se convirtieron y los Espinosa pudieron vivir en paz hasta que la Inquisición se estableció en Portugal alrededor de cuarenta años más tarde.

 

El abuelo de Spinoza, Isaac de Espinosa, marchó a Nantes (su presencia está atestiguada en 1593), pero no se quedó allí, pues el judaísmo estaba oficialmente proscrito y por la hostilidad que existía hacia los «marranos» y en especial hacia los portugueses. Aparentemente expulsado en 1615, llegó a Róterdam con su familia, donde falleció en 1627.

 

Su padre, Miguel de Espinosa, fue un mercader reputado y un miembro activo de la comunidad judaica (sinagoga y escuelas judías).

 

Spinoza se educó en la comunidad judía de Ámsterdam, donde había tolerancia religiosa, pese a la influencia de los clérigos calvinistas. A pesar de haber recibido una educación ligada a la ortodoxia judía, por ejemplo, con la asistencia a las lecciones de Saúl Levi Morteira y del rabino Menasseh Ben Israel (el hombre que negociara con Cromwell la vuelta de los judíos a Inglaterra), demostró una actitud bastante crítica frente a estas enseñanzas y fue autodidacta en matemáticas y filosofía cartesiana, con la ayuda de Franciscus van den Enden, quien le dio no solo lecciones de latín desde los dieciocho años, sino de «nueva ciencia» instruyéndolo en las ideas y obras de Copérnico, Galileo, Kepler, Harvey, Huygens y Descartes.

 

Leyó también a Thomas Hobbes, Lucrecio y Giordano Bruno, y estas lecturas lo fueron alejando de la ortodoxia judaica. A esto, se le pueden sumar las influencias del grupo de los collegianten (colegiantes), cristianos liberales protestantes neerlandeses, así como de heterodoxias judías hispano-portuguesas representadas principalmente en las figuras de Juan de Prado y Uriel da Costa.

 

Muerto su padre en 1654, el filósofo no tuvo ya que mantener oculto su descreimiento por respeto a la figura paterna. Entonces se vio implicado en un proceso con su hermanastra respecto de la herencia de su padre. Habiendo ganado Baruch, renunció sin embargo a su cuantiosa herencia, tomando solamente «una buena cama, con su lino». En el curso del pleito fue puesta en cuestión la ortodoxia de Spinoza. Los líderes de la sinagoga le ofrecieron una pensión de nueve mil florines si dejaba a Van den Ende y volvía al judaísmo ortodoxo; pero Spinoza no transigió y, el 27 de julio de 1656, la congregación de Talmud Torá de Ámsterdam emitió una orden de cherem (en hebreo: חרם, una especie de prohibición, rechazo, ostracismo o expulsión) contra Spinoza, por entonces de veintitrés años. El anatema en cuestión fue escrito en portugués originalmente, la traducción de varios fragmentos del texto es la siguiente:

[…] desde hace mucho [se tenía] noticia de las equivocadas opiniones y errónea conducta de Baruch de Spinoza y por diversos medios y advertencias han tratado de apartarlo del mal camino. Como no obtuvieran ningún resultado […] resolvieron […] que éste fuera […] expulsado del pueblo de Israel, según el siguiente decreto […]: […] expulsamos, execramos y maldecimos a Baruch de Spinoza […] ante los Santos Libros de la Ley con sus [seiscientas trece] prescripciones, con la excomunión con que Josué excomulgó a Jericó, con la maldición con que Eliseo maldijo a sus hijos y con todas las execraciones escritas en la Ley. Maldito sea de día y maldito sea de noche; maldito sea cuando se acuesta y maldito sea cuando se levanta; maldito sea cuando sale y maldito sea cuando regresa. Que el Señor no lo perdone. Que la cólera y el enojo del Señor se desaten contra este hombre y arrojen sobre él todas las maldiciones escritas en el Libro de la Ley. […] Ordenamos que nadie mantenga con él comunicación oral o escrita, que nadie le preste ningún favor, […] que nadie lea nada escrito o trascripto por él.

 

Luego fue desterrado de la ciudad, la cual estaba dividida en dos grupos:

·        asquenazíes: judíos procedentes de Europa Central que, al sufrir fuertes persecuciones durante la Edad Media, emigraron en masa hacia Europa Oriental, pero también a los Países Bajos e Inglaterra.

·        sefardíes: judíos expulsados de la península ibérica y grupo al cual Spinoza pertenecía. Era un grupo parcialmente influido por la tradición humanista.

Los asquenazíes constituían un grupo cerrado. En algún momento histórico parece que sus normas fueran más ortodoxas y rígidas que las de los sefardíes. Era el grupo mayoritario en Ámsterdam.

 

Tras la expulsión, se retiró a un suburbio en las afueras de la ciudad y escribió su Apología para justificarse de su abdicación de la sinagoga, obra perdida que algunos autores consideran un precedente de su Tratado teológico-político (TTP) Además, mantuvo su trato con los grupos cristianos menonitas y colegiantes, de carácter cristiano bastante liberal y tolerante.

 

Conforme a la costumbre judía de tener un oficio con el que mantenerse, había aprendido a pulir lentes de vidrio para instrumentos ópticos, especialmente para su amigo el científico Christiaan Huygens. Aparte de ganarse la vida con esta labor, recibía, según alguno de sus biógrafos, una pensión que le obtuvo su amigo Johan de Witt.

 

En 1660 se trasladó a una casa en Rijnsburg, un pueblo costero cercano a Leyden, que es actualmente un museo consagrado al filósofo y donde redactó su exposición de la filosofía cartesiana, titulada Renati des Cartes Principia Philosophias (Principios de filosofía de Descartes, PPC), con el apéndice de los Cogitata Metaphysica (Pensamientos metafísicos, CM), editados en el verano boreal de 1663 (ed. latina; en 1664 apareció la inmediata versión neerlandesa); estas fueron las dos únicas obras publicadas con su nombre en vida. Su repercusión fue tan grande que hizo famoso a su autor, cuya vivienda empezó a ser frecuentada por toda suerte de figuras del Siglo de Oro neerlandés, entre ellos Huygens y Jan de Witt. También se cree que fue entonces cuando compuso su Breve tratado sobre Dios, el hombre y su felicidad. Empezó allí una abundante correspondencia con intelectuales de toda Europa, en especial una de quince años con Henry Oldenburg, un diplomático alemán que estaba en Londres y era uno de los secretarios de la Royal Society. En los primeros años de 1660, también empezó a trabajar en su Tractatus de Emendatione Intellectus (Tratado de reforma del entendimiento, TIE) y en la más famosa de sus obras: la Ética (E), terminada en 1675.

 

En 1663 se trasladó a Voorburg, cerca de La Haya, donde frecuentó los círculos liberales y trabó una gran amistad con el físico Christiaan Huygens y con el por entonces jefe de gobierno (raadspensionaris) Jan o Johan de Witt, quien ofreció su ayuda respecto la publicación anónima de su Tratado teológico-político (TTP) en 1670, obra que causó un gran revuelo por su crítica de la religión. Estas diatribas frente al TTP, y además el bárbaro asesinato de su protector y amigo De Witt en 1672 tras la derrota de la armada holandesa por los ingleses, que fue tomada como un castigo divino a causa de la tolerancia del estadista hacia los descreídos crimen condenado por Spinoza con el pasquín Ultimi barbarorum, lo convencieron de no volver a publicar nuevos libros mientras viviera; las obras circularían en copias sin permiso de impresión y manuscritas entre sus admiradores.

 

Últimos años

Desde 1670 hasta su muerte vivió en La Haya. En 1673, Johann Ludwig Fabricius (J. L. Fabritius), profesor de Teología, le ofreció una cátedra de Filosofía en su Universidad (Heidelberg) por encargo del elector del Palatinado; Spinoza no la aceptó, pues, aunque se le garantizaba «libertad de filosofar», se le exigía «no perturbar la religión públicamente establecida». La corte de justicia del régimen surgido tras el asesinato de Johan de Witt prohibió, además, el 19 de julio de 1674, el Tratado teológico-político (TTP). Un intento suyo de publicar su Ética en Ámsterdam fue desbaratado por un informe desfavorable presentado a la autoridad. Concibió entonces el proyecto de confeccionar una Gramática hebrea, antes de emprender una traducción del Antiguo Testamento al holandés, si bien no han llegado a la actualidad ni siquiera los conatos de esa intención, frustrados por la muerte. Un año antes de su muerte fue visitado por Leibniz, pero este negó el encuentro.

 

Minado por la tuberculosis, falleció el 21 de febrero de 1677 a los 44 años de edad. No concluyó su Tratado político (TP) Un inventario de sus posesiones que se realizó tras su muerte incluía una cama, una mesa pequeña de roble, otra de esquina de tres patas y dos mesas pequeñas, su equipo de pulir lentes, unos ciento cincuenta libros y un tablero de ajedrez. En noviembre de ese mismo año, sus amigos editaron simultáneamente en latín (Opera posthuma, OP) y en neerlandés (Nagelate schriften, NS)n. 3 todas las obras inéditas que encontraron, incluida su correspondencia. El libro fue incluido en el Index librorum prohibitorum del Vaticano del año 1679.

 

Pensamiento. Epistemología

Entendimiento e imaginación. En Spinoza, valga decirlo desde el principio, no hay dualismo. Es decir: alma y cuerpo no son entes separados, sino que se trata de una y la misma cosa, pero vista desde distintas perspectivas. Por hipótesis: si el alma no pudiera pensar, el cuerpo estaría inerte y viceversa (ídem). Alma y cuerpo es entonces lo mismo, solo que en el primer término es entendido desde el atributo del pensamiento y en el segundo desde la extensión (ídem). Dicho esto, otra cuestión a resaltar enseguida es que, cada organismo en cuanto persevera en su ser, puede perjudicarse o no a sí mismo. En otras palabras: puede disminuir o aumentar su potencia de seguir existiendo y de obrar. Lo que le favorece y le es útil, es bueno. Lo que le afecta y le hace daño, es malo (ídem). Queda implícito, pero no está de más resaltarlo, que este bien y este mal son relativos para el hombre, pues es él quien juzga qué cosas le son favorables y cuáles no, y podrá preferir entre ellas: ya sea apeteciendo unas o aborreciendo otras.

cuando no distinguimos entre imaginación e intelección, pensamos que aquello que imaginamos más fácilmente, es más claro para nosotros, por lo que creemos entender lo que imaginamos. De ahí que anteponemos lo que hay que posponer, y se trastrueca así el verdadero orden de avanzar en el conocimiento y no se llega a ninguna conclusión correcta.

https://www.youtube.com/watch?v=jwUdS2v_J5E

 

Infinitud de la sustancia

Respecto al entendimiento y la imaginación, cabe señalar que esta última no deja de presentar dificultades a superar. Un ejemplo claro de esto es cómo aparecen en la imaginación las cosas: compuestas de partes, múltiples y divisibles.  Mientras que, tal y como las concibe el entendimiento, que corresponde con la realidad, las mismas cosas son: infinitas, únicas e indivisibles.

 

Todo lo existente en el universo es efectivamente infinito, desde una hormiga hasta una galaxia. Pero esto necesita aclararse, de modo que tengamos en consideración los sentidos que maneja Spinoza en relación a dicha palabra:

 

Infinito por propia naturaleza y definición, porque no tiene límites. Solo se comprende, no se imagina.

Mal infinito, que no tiene límites no por esencia, sino por causas externas. Aquello cuyas partes no pueden explicarse con números a pesar de que están limitadas (ídem).

La justificación por la que nuestro autor prefería el (1) en vez del (2) la expone de manera sencilla cuando plantea que el problema que siempre se presenta es que intentamos imaginarlo todo. Es decir, que nos enfrascamos en ver las cosas como compuestas de partes y, por lo tanto, como divisibles. En este caso específico, la suposición engañosa, ficticia y dudosa es la de un infinito medible y compuesto de fragmentos finitos. Pero de aquí se siguen varios absurdos (ídem), de modo que una primera conclusión firme es que (1) no puede medirse y no puede estar compuesto de cosas finitas (ídem). Pues, aunque parezca redundante avisarlo, es aquel que se expresa como sumatoria de partes. El que prefiere Spinoza, que se trata de (1), es el concebido por el entendimiento única y exclusivamente, de modo que no se imagina.

 

Faltaría saber, pues, cómo es que todas las cosas son infinitas, aunque tengan existencias determinadas. Y cómo es posible que sean únicas e indivisibles. Pero estas tres cualidades que el entendimiento nos permite concebir, se pueden dar en diferentes grados. Por ello es vital hacer referencia directa a aquello que posee todas las cualidades o atributos en grado sumo, es decir, Dios, la Naturaleza o la sustancia. Esta última es definida como aquello cuya esencia implica necesariamente su existencia, de modo que es causa de sí mismo.  Dios es esto efectivamente, pero se le describe mejor como un «ser absolutamente infinito que consta de infinitos atributos».

 

Concepto de expresión

Es famosa la errónea atribución a Einstein de la frase según la cual «todo es relativo», cuya malinterpretación ha sido objeto de ironía por los absurdos que aparentemente supone. Esto desde un peculiar sentido, claro está: el relacionado al ámbito de la lógica donde se reconoce algo como verdadero o como falso—. Según dicha perspectiva, que todo sea relativo sería lo mismo que decir que no hay verdades innegables o absolutas, y, por tanto, que no hay conocimiento seguro o estable posible sobre nada. Con lo que, siguiendo la idea cartesiana del árbol o edificio del saber, atacando los fundamentos se caería todo. De modo que la ciencia y la filosofía serían no solo inútiles, sino que, además, serían imposibles.

 

Si no hubiese verdades que pudiesen conocerse y entenderse, cualquier discusión o investigación estaría destinada al fracaso. Estaríamos ensimismados en un mundo de opiniones, cada uno atrapado en la particular disposición de su cerebro. Y el diálogo sería una ficción, pues cada uno tendría su verdad propia que no podría ser criticada, sino únicamente respetada por los otros; ya que, como todos sabrían y repetirían, «todo es relativo, y la verdad que el otro expone como suya es inconmensurable». Es el riesgo que señalaban y tomaban desde la antigüedad los sofistas, que, en otra frase maestra —de esas que muestran la situación del pensamiento en una época— lo resumían maravillosamente: «el hombre es medida de todas las cosas».

 

La frase de Einstein no fue expuesta con este sentido en que la habrían imaginado los sofistas y Descartes, que es, además, el mismo que expone la mayoría de la gente que la conoce y la repite como una excusa para decir cualquier cosa por absurda que sea. Que todo sea relativo debe entenderse, simple y llanamente, como «todo está relacionado o conectado», añadiendo la precisión de que ese «todo» abarca lo que existe exclusivamente. De modo que, desde esta otra perspectiva, se habla del ámbito metafísico: donde se reconoce algo como existente en cuanto necesario y como inexistente en cuanto imposible. El asunto no se reduce, pues, a si esto o aquello es verdadero o falso.

 

Así pues, todo lo que es real —desde una estrella, un planeta o una piedra, hasta cualquier animal u hombre, y todo lo que todavía no se conoce pero está ahí—, por mucho que cueste imaginarlo y entenderlo, está relacionado entre sí. Cada existente está conectado a todos los demás; el universo entero sería como una inmensa telaraña, donde lo que afecta a uno también lo sienten los demás. Para entender esto, sin embargo, hay que exponer otras cuestiones: Spinoza, a diferencia de Descartes, no se refirió a Dios como un mero asilo frente al solipsismo, sino que lo concebía como el fundamento de todo lo que existe. Esto, es preciso aclararlo inmediatamente, no se trata de la figura de creador o demiurgo que la tradición religiosa asigna a su deidad.

 

El filósofo neerlandés se refería, en primer lugar, a que la sustancia es lo único que existe necesariamente —en cuanto imposible que fuese de otro modo—  en sí misma y por sí misma, de modo que es su propio sustento. Es decir, que no necesita de nada más —ninguna causa externa— para existir, sino que se basta a sí misma. Es su propia causa, lo que se denomina causa sui. Y, en este sentido, se entiende que todo lo que sí necesite una causa externa que sustente su existencia debe estar fundamentado en —o causado por— la sustancia. Esta es identificada completa y enteramente con Dios, de modo que realmente es el que conserva todo lo que existe. Pero no es el mismo de la tradición religiosa, porque la divinidad no crea solamente lo que le place —es decir, no elige qué posible llega a existir—, sino que todo lo que no es absurdo o imposible existe. Así se muestra su poder o potencia de obrar (ídem).

 

Falta decir que, para Spinoza, solo había una sustancia, y esa era Dios o la Naturaleza. Todo lo que existe, entonces, desde la piedra al hombre, no tienen su ser en sí y por sí mismo. Su existencia depende de causas externas, y, por lo tanto, como son cosas creadas, dependen de lo único que existe en cuanto causa sui. Aparte de creadas, entonces, ¿qué distingue las cosas de Dios? Valga la redundancia en el punto primordial: en que no somos sustancia; somos, en verdad, derivados de ella. El filósofo neerlandés, para explicarse, distingue entre la sustancia, sus atributos y sus modos. La primera es lo único que tiene su existencia por causa sui; los segundos se refieren a las definiciones esenciales de la sustancia; y los terceros, a sus maneras de manifestarse particular y determinadamente.

 

Dios o la sustancia hacen referencia, entonces, a la existencia misma, que es eterna e infinita. En este sentido, es absoluto e indeterminado, porque puede manifestarse asimismo de infinitas maneras. De modo que la divinidad no puede imaginarse de ninguna forma, pues eso sería limitarlo, reducirlo, quitarle su dignidad y legitimidad en cuanto fundamento de todo lo existente. De todo lo dicho se sigue a su vez que cualquier cosa creada, por provenir de la misma causa sui, tiene en su propia constitución algo de divino. Por ello, cada cosa es expresión o manifestación de la Naturaleza o de Dios. Nada es indigno de su infinitud ni de su perfección —de su realidad—.

 

Lo que, con todas sus letras, sería diferenciar el que, si bien Dios o la sustancia pueden entenderse absoluta e indeterminadamente sin hacer referencia a los modos que se derivan de su existencia, lo cierto es que todas las cosas creadas son en Dios y se conciben por él; de modo que todas las cosas, desde la hormiga o la bacteria hasta el hombre, son divinas en tanto expresiones de la sustancia —la manera de entenderla particular y determinadamente—. La naturaleza, entonces, es la misma en todas partes.

 


Fuente: https://es.wikipedia.org/wiki/Jos%C3%A9_Clemente_Orozco

 

 

 

Comentarios

Entradas más populares de este blog

Jacques de Vaucanson

Miguel Barragán

Melchor Múzquiz