Diego Velazquez

 

Sus padres fueron Juan Rodríguez de Silva, nacido en Sevilla, aunque de origen portugués (sus abuelos paternos, Diego Rodríguez y María Rodríguez de Silva, se habían establecido en la ciudad procedentes de Oporto), y Jerónima Velázquez, sevillana de nacimiento. Se habían casado en la misma iglesia de San Pedro el 28 de diciembre de 1597. Diego, el primogénito, sería el mayor de ocho hermanos. Velázquez, como su hermano Juan, también «pintor de imaginería», adoptó el apellido de su madre según la costumbre extendida en Andalucía, aunque hacia la mitad de su vida firmó también en ocasiones «Silva Velázquez», utilizando el segundo apellido paterno.

 

Se ha afirmado que la familia figuraba entre la pequeña hidalguía de la ciudad. Sin embargo, y a pesar de las pretensiones nobiliarias de Velázquez, no hay pruebas suficientes que lo confirmen. El padre, tal vez hidalgo, era notario eclesiástico, oficio que solo podía corresponder a los niveles más bajos de la nobleza y, según Camón Aznar, debió de vivir con suma modestia, próxima a la pobreza. El abuelo materno, Juan Velázquez Moreno, era calcetero, oficio mecánico incompatible con la nobleza, aunque pudo destinar algunos ahorros a inversiones inmobiliarias. Los allegados del pintor alegaban como prueba de hidalguía que, desde 1609, la ciudad de Sevilla había comenzado a devolverle a su bisabuelo Andrés la tasa que pesaba sobre «la blanca de la carne», impuesto al consumo que solo debían pagar los pecheros, y en 1613 comenzó a hacerse lo mismo con el padre y el abuelo. El propio Velázquez quedó exento de su pago desde que alcanzó la mayoría de edad. Sin embargo, esta exención no fue juzgada suficiente acreditación de nobleza por el Consejo de Órdenes Militares cuando en la década de los cincuenta se abrió el expediente para determinar la supuesta hidalguía de Velázquez, reconocida únicamente al abuelo paterno, de quien se decía que había sido tenido por tal en Portugal y Galicia.

 

La Sevilla en que se formó el pintor era la ciudad más rica y poblada de España, así como la más cosmopolita y abierta del Imperio. Disponía del monopolio del comercio con América y tenía una importante colonia de comerciantes flamencos e italianos. También era una sede eclesiástica de gran importancia y disponía de grandes pintores.

 

Su talento afloró a edad muy temprana. Recién cumplidos los diez años, según Antonio Palomino, comenzó su formación en el taller de Francisco Herrera el Viejo, pintor prestigioso en la Sevilla del siglo XVII, pero de muy mal carácter y al que el joven alumno no habría podido soportar. La estancia en el taller de Herrera, que no ha podido ser documentada, hubo de ser necesariamente muy corta, pues en octubre de 1611 Juan Rodríguez firmó la «carta de aprendizaje» de su hijo Diego con Francisco Pacheco, obligándose con él por un periodo de seis años, a contar desde diciembre de 1610, cuando pudo haber tenido lugar la incorporación efectiva al taller del que sería su suegro.

 

En el taller de Pacheco, pintor vinculado a los ambientes eclesiásticos e intelectuales de Sevilla, Velázquez adquirió su primera formación técnica y sus ideas estéticas. El contrato de aprendizaje fijaba las habituales condiciones de servidumbre: el joven aprendiz, instalado en la casa del maestro, debía servirle «en la dicha vuestra casa y en todo lo demás que le dixéredes e mandáredes que le sea onesto e pusible de hazer», mandatos que solían incluir moler los colores, calentar las colas, decantar los barnices, tensar los lienzos y armar bastidores entre otras obligaciones. El maestro, a cambio, se obligaba a dar al aprendiz comida, casa y cama, a vestirle y calzarle, y a enseñarle el «arte bien e cumplidamente según como vos lo sabéis sin le encubrir dél cosa alguna».

 

 

Pacheco era un hombre de amplia cultura, autor de un importante tratado, El arte de la pintura, que no llegó a ver publicado en vida. Como pintor era bastante limitado, fiel seguidor de los modelos de Rafael y Miguel Ángel, interpretados de forma dura y seca. Sin embargo, como dibujante realizó excelentes retratos a lápiz. Aun así, supo dirigir a su discípulo y no limitar sus capacidades.15 Pacheco es más conocido por sus escritos y por ser el maestro de Velázquez que como pintor. En su importante tratado, publicado póstumamente en 1649 e imprescindible para conocer la vida artística española de la época, se muestra fiel a la tradición idealista del anterior siglo XVI y poco proclive a los progresos de la pintura naturalista flamenca e italiana. Sin embargo, muestra su admiración por la pintura de su yerno y elogia los bodegones con figuras de marcado carácter naturalista que pintó en sus primeros años. Tenía un gran prestigio entre el clero y era muy influyente en los círculos literarios sevillanos que reunían a la nobleza local.

 

Así describió Pacheco este periodo de aprendizaje: «Con esta doctrina [del dibujo] se crio mi yerno, Diego Velásques de Silva siendo muchacho, el cual tenía cohechado un aldeanillo aprendiz, que le servía de modelo en diversas acciones y posturas, ya llorando, ya riendo, sin perdonar dificultad alguna. Y hizo por él muchas cabezas de carbón y realce en papel azul, y de otros muchos naturales, con que granjeó la certeza en el retratar».

 

No se ha conservado ningún dibujo de los que debió realizar de este aprendiz, pero es significativa la repetición de las mismas caras y personas en algunas de sus obras de esta época (véase por ejemplo el muchacho de la izquierda en Vieja friendo huevos o en El aguador de Sevilla).

 

Justi, el primer gran especialista sobre el pintor, consideraba que en el breve tiempo que pasó con Herrera debió transmitirle el impulso inicial que le dio grandeza y singularidad. Le debió enseñar la «libertad de mano», que Velázquez no alcanzaría hasta años más tarde en Madrid, aunque la ejecución libre era ya un rasgo conocido en su tiempo y anteriormente se había encontrado en el Greco. Posiblemente su primer maestro le sirviese de ejemplo en la búsqueda de su propio estilo, pues las analogías que se encuentran entre los dos son solo de carácter general. En las primeras obras de Diego se encuentra un dibujo estricto atento a percibir la exactitud de la realidad del modelo, de plástica severa, totalmente opuesto a los contornos sueltos de la tumultuosa fantasía de las figuras de Herrera. Continuó su aprendizaje con un maestro totalmente diferente. Así como Herrera era un pintor nato muy temperamental, Pacheco era culto pero poco pintor, que lo que más valoraba era la ortodoxia. Justi concluía al comparar sus cuadros que Pacheco ejerció poca influencia artística en su discípulo. Mayor influencia hubo de ejercer sobre él en los aspectos teóricos, tanto de carácter iconográfico, por ejemplo, en su defensa de la Crucifixión con cuatro clavos, como en lo que se refiere al reconocimiento de la pintura como un arte noble y liberal, frente al carácter meramente artesanal con que era percibida por la mayoría de sus contemporáneos.

 

Debe advertirse, con todo, que de haber sido discípulo de Herrera el Viejo, lo habría sido en los inicios de su carrera, cuando este contaba alrededor de veinte años y ni siquiera se había examinado como pintor, lo que solo haría en 1619 y precisamente ante Francisco Pacheco. Jonathan Brown, que no toma en consideración la supuesta etapa de formación con Herrera, apunta otra posible influencia temprana, la de Juan de Roelas, presente en Sevilla durante los años de aprendizaje de Velázquez. Habiendo recibido importantes encargos eclesiásticos, Roelas introdujo en Sevilla el incipiente naturalismo escurialense, distinto del practicado por el joven Velázquez.

 

Terminado el periodo de aprendizaje, el 14 de marzo de 1617 aprobó ante Juan de Uceda y Francisco Pacheco el examen que le permitía incorporarse al gremio de pintores de Sevilla. Recibió licencia para ejercer como «maestro de imaginería y al óleo», pudiendo practicar su arte en todo el reino, tener tienda pública y contratar aprendices. La escasa documentación conservada de su etapa sevillana, relativa casi exclusivamente a asuntos familiares y transacciones económicas, que indican cierta holgura familiar, solo ofrecen un dato relacionado con su oficio de pintor: el contrato de aprendizaje que Alonso Melgar, padre de Diego Melgar, de trece o catorce años, firmó en los primeros días de febrero de 1620 con Velázquez para que este le enseñase su oficio.

 

Antes de cumplir los 19 años, el 23 de abril de 1618, se casó en Sevilla con Juana Pacheco, hija de Francisco Pacheco, que tenía 15 años pues había nacido el 1 de junio de 1602. En Sevilla nacieron sus dos hijas. Era frecuente entre los pintores de Sevilla de su época unirse por vínculos de parentesco, formando así una red de intereses que facilitaba trabajos y encargos.

 

Su gran calidad como pintor se manifestó ya en sus primeras obras realizadas con solo 18 o 19 años, bodegones con figuras como El almuerzo del Museo del Ermitage de San Petersburgo, o la Vieja friendo huevos de la National Gallery of Scotland de Edimburgo, de asunto y técnica totalmente ajenos a cuanto se hacía en Sevilla, opuestos además a los modelos y preceptos teóricos de su maestro, quién no obstante iba a hacer, a raíz de ellos, una defensa del género pictórico del bodegón:

¿Los bodegones no se deben estimar? Claro está que sí si son pintados como mi yerno los pinta alzándose con esta parte sin dexar lugar a otros, y merecen estimación grandísima; pues con estos principios y los retratos, de que hablaremos luego, halló la verdadera imitación del natural alentando los ánimos de muchos con su poderoso ejemplo.

En estos primeros años desarrolló una extraordinaria maestría, en la que se pone de manifiesto su interés por dominar la imitación del natural, consiguiendo la representación del relieve y de las calidades, mediante una técnica de claroscuro que recuerda el naturalismo de Caravaggio, aunque no es probable que el joven Velázquez pudiera haber llegado a conocer ninguna de las obras del pintor italiano. En sus cuadros una fuerte luz dirigida acentúa los volúmenes y objetos sencillos que aparecen destacados en primer plano. El cuadro de género o bodegón, de procedencia flamenca, de los que Velázquez pudo conocer los grabados de Jacob Matham, y la llamada pittura ridicola, practicada en el norte de Italia por artistas como Vincenzo Campi, con su representación de objetos cotidianos y tipos vulgares, pudieron servirle para desarrollar estos aspectos tanto como la iluminación claroscurista. Prueba de la temprana recepción en España de pinturas de este género se encuentra en la obra de un modesto pintor de Úbeda llamado Juan Esteban.

 

Además, el primer Velázquez pudo conocer obras del Greco, de su discípulo Luis Tristán, practicante de un personal claroscurismo, y de un actualmente mal conocido retratista, Diego de Rómulo Cincinnato, del que se ocupó elogiosamente Pacheco. El Santo Tomás del Museo de Bellas Artes de Orleans y el San Pablo del Museo Nacional de Arte de Cataluña, evidenciarían el conocimiento de los dos primeros. La clientela sevillana, mayoritariamente eclesiástica, demandaba temas religiosos, cuadros de devoción y retratos, por lo que también la producción del pintor en este tiempo se volcó en los encargos religiosos, como la Inmaculada Concepción de la National Gallery de Londres y su pareja, el San Juan en Patmos, procedentes del convento de carmelitas calzados de Sevilla, de acusado sentido volumétrico y un manifiesto gusto por las texturas de los materiales; la Adoración de los Magos del Museo del Prado o la Imposición de la casulla a San Ildefonso del Ayuntamiento de Sevilla. Velázquez, sin embargo, abordó en ocasiones los temas religiosos de la misma forma que sus bodegones con figuras, como ocurre en el Cristo en casa de Marta y María de la National Gallery de Londres o en La cena de Emaús de la National Gallery of Ireland, también conocida como La mulata, de la que una réplica posiblemente autógrafa en el Instituto de Arte de Chicago suprime el motivo religioso, reducido a bodegón profano. Esa forma de interpretar el natural le permitió llegar al fondo de los personajes, demostrando tempranamente una gran capacidad para el retrato, transmitiendo la fuerza interior y temperamento de los retratados. Así en el retrato de sor Jerónima de la Fuente de 1620, del que se conocen dos ejemplares de gran intensidad, donde transmite la energía de esa monja que con 70 años partió de Sevilla para fundar un convento en Filipinas.

 

Se consideran obras maestras de esta época la Vieja friendo huevos de 1618 y El aguador de Sevilla realizada hacia 1620. En la primera demuestra su maestría en la hilera de objetos de primera fila mediante una luz fuerte e intensa que destaca superficies y texturas. El segundo, cuadro que llevó a Madrid y regaló a Juan Fonseca, quien le ayudó a posicionarse en la corte, tiene excelentes efectos: el gran jarro de barro capta la luz en sus estrías horizontales mientras pequeñas gotas de agua transparentes resbalan por su superficie.

 

 

Rápido reconocimiento en la corte

En su primera visita a Madrid en 1622 pintó el retrato de Góngora, captando sin ninguna concesión su amargura.

 

En 1621 murió en Madrid Felipe III y el nuevo monarca, Felipe IV, favoreció a un noble de familia sevillana, Gaspar de Guzmán, luego conde-duque de Olivares, que se convirtió en poco tiempo en el todopoderoso valido del rey. Olivares abogó por que la corte estuviera integrada mayoritariamente por andaluces. Pacheco debió entenderlo como una gran oportunidad para su yerno, procurándose los contactos oportunos para que Velázquez fuese presentado en la corte, a donde iba a viajar so pretexto de conocer las colecciones de pintura de El Escorial. Su primer viaje a Madrid tuvo lugar en la primavera de 1622. Velázquez debió de ser presentado a Olivares por Juan de Fonseca o por Francisco de Rioja, pero según relata Pacheco «no se pudo retratar al rey aunque se procuró», por lo que el pintor regresó a Sevilla antes de fin de año. A quien sí retrató por encargo de Pacheco, que preparaba un Libro de retratos, fue al poeta Luis de Góngora, que era capellán del rey.

 

Gracias a Fonseca, Velázquez pudo visitar las colecciones reales de pintura, de enorme calidad, donde Carlos I y Felipe II habían reunido cuadros de Tiziano, Veronés, Tintoretto y los Bassano. Según Julián Gállego, entonces debió comprender la limitación artística de Sevilla y que además de la imitación de la naturaleza existía «una poesía en la pintura y una belleza en la entonación». El estudio posterior de la colección real, especialmente los tizianos, tuvo una decisiva influencia en la evolución estilística del pintor, que pasó del naturalismo austero de su época sevillana y de las severas gamas terrosas a la luminosidad de los grises plata y azules transparentes en su madurez.

 

Poco más tarde, los amigos de Pacheco, principalmente Juan de Fonseca, que era capellán real y había sido canónigo de Sevilla, consiguieron que el conde-duque llamase a Velázquez para retratar al rey.

 

Así lo relató Pacheco: “El de 1623 fue llamado [a Madrid] del mesmo don Juan (por orden del Conde Duque); hospedóse en su casa, donde fue regalado y servido, y hizo su retrato. Llevólo a palacio aquella noche un hijo del conde de Peñaranda, camarero del Infante Cardenal, y en una hora lo vieron todos los de Palacio, los Infantes y el Rey, que fue la mayor calificación que tuvo. Ordenóse que retratase al infante, pero pareció más conveniente hacer el de su Majestad primero, aunque no pudo ser tan presto por grandes ocupaciones; en efecto se hizo en 30 de agosto, 1623, a gusto de Su Majestad, y de los Infantes y del Conde Duque, que afirmó no haber retratado al rey hasta entonces; y lo mismo sintieron todos los señores que lo vieron. Hizo también de camino un bosquexo del Príncipe de Gales, que le dio cien escudos.

 

Todo indica que el joven monarca, seis años menor que Velázquez, que había recibido clases de dibujo de Juan Bautista Maíno, supo apreciar de inmediato las dotes artísticas del sevillano. Consecuencia de ese primer encuentro con el rey fue que en octubre de 1623 se ordenó a Velázquez trasladar su lugar de residencia a Madrid, siendo nombrado pintor del rey con un sueldo de veinte ducados al mes, ocupando la vacante de Rodrigo de Villandrando que había fallecido el año anterior. Ese sueldo, que no incluía la remuneración que le pudiese corresponder por sus pinturas, se vio pronto incrementado con otras concesiones, incluido un beneficio eclesiástico en las Canarias por valor de 300 ducados anuales, otorgado a petición del conde-duque por el papa Urbano VIII.

 

La rápida ascensión de Velázquez provocó el resentimiento de los pintores más veteranos, como Vicente Carducho y Eugenio Cajés, que lo acusaban de ser solo capaz de pintar cabezas. Según escribió Jusepe Martínez, esto provocó la realización de un concurso en 1627 entre Velázquez y los otros tres pintores reales: Carducho, Cajés y Angelo Nardi. El ganador sería elegido para pintar el lienzo principal del Salón Grande del Real Alcázar de Madrid. El motivo del cuadro era La expulsión de los moriscos de España. El jurado, presidido por Juan Bautista Maíno, entre los bocetos presentados declaró vencedor a Velázquez. El cuadro fue colgado en este edificio y se perdió posteriormente en el incendio del mismo (Nochebuena de 1734). Este concurso contribuyó al cambio del gusto de la corte, abandonando el viejo estilo de pintura y aceptando la nueva pintura.

 

En marzo de 1627 juró el cargo de ujier de cámara, otorgado quizá por el triunfo en este concurso, con un sueldo de 350 ducados anuales, y desde 1628 ostentó el cargo de pintor de cámara, vacante a la muerte de Santiago Morán, considerado el cargo más importante entre los pintores de la corte. Su trabajo principal consistía en realizar los retratos de la familia real, por lo que estos representan una parte significativa de su producción. Otro trabajo era pintar cuadros para decorar los palacios reales, lo que le dio una mayor libertad en la elección de temas y en cómo representarlos, libertad de la que no gozaban los pintores comunes, atados a los encargos y a la demanda del mercado. Velázquez podía aceptar también encargos particulares, y consta que en 1624 cobró de doña Antonia de Ipeñarrieta por los retratos que le pintó de su esposo fallecido, del rey y del conde-duque, pero desde que se trasladó a Madrid solo aceptó encargos de miembros influyentes de la corte.

 

Su técnica en este periodo valora más la luz en función del color y la composición. En los retratos de los monarcas, según indicó Palomino, debía reflejar «la discreción e inteligencia del artífice, para saber elegir, a la luz o el contorno más grato... que en los soberanos es menester gran arte, para tocar sus defectos, sin peligrar en la adulación o tropezar en la irreverencia». Son las normas propias del «retrato de corte» a las que el pintor se obliga para dar al retratado el aspecto que mejor responda a la dignidad de su persona y de su condición.

Calvo Serraller precisa que aunque la mayoría de los especialistas han interpretado la visita de Rubens como la primera influencia decisiva que sufrió la pintura de Velázquez, nada hay que demuestre un cambio sustancial en su estilo en este momento. Para Calvo Serraller lo que sí es casi seguro es que Rubens impulsó el primer viaje a Italia, pues al poco de marcharse de la corte española en mayo de 1629 Velázquez obtuvo el permiso para realizar su viaje.  Según los representantes italianos en España este viaje era para completar sus estudios.

 

Este viaje a Italia representó un cambio decisivo en su pintura. Desde el siglo anterior muchos artistas de toda Europa viajaban a Italia para conocer el centro de la pintura europea admirado por todos, un anhelo compartido también por Velázquez. Además, Velázquez era el pintor del rey de España, y por ello se le abrieron todas las puertas, pudiendo contemplar obras que solo estaban al alcance de los más privilegiados.

 

El 23 de agosto de 1629 la nave arribó a Génova, de donde sin apenas detenerse marchó a Venecia, donde el embajador español le gestionó visitas a las principales colecciones artísticas de los distintos palacios. Según Palomino, copió obras de Tintoretto. Como la situación política era delicada en la ciudad, permaneció allí poco tiempo y partió hacia Ferrara, donde se encontraría con la pintura de Giorgione; se desconoce el efecto que le produjo la obra de este gran innovador.

 

Después estuvo en Cento, interesado en conocer la obra de Guercino, que pintaba sus cuadros con una iluminación muy blanca, trataba a sus figuras religiosas como personajes corrientes y era un gran paisajista. Para Julián Gállego, la obra de Guercino fue la que más ayudó a Velázquez a encontrar su estilo personal.

En Roma, el cardenal Francesco Barberini, a quien había tenido ocasión de retratar en Madrid, le facilitó la entrada a las estancias vaticanas, en las que dedicó muchos días a la copia de los frescos de Miguel Ángel y Rafael. Después se trasladó a Villa Médici, en las afueras de Roma, donde copió su colección de escultura clásica. No solo estudió a los maestros antiguos; en aquel momento se encontraban activos en Roma los grandes pintores del barroco Pietro da Cortona, Andrea Sacchi, Nicolas Poussin, Claudio de Lorena y Gian Lorenzo Bernini. No hay testimonio directo de que Velázquez contactase con ellos, pero existen importantes indicios de que conoció de primera mano las novedades del mundo artístico romano.

 

La asimilación del arte italiano en el estilo de Velázquez se comprueba en La fragua de Vulcano y La túnica de José, lienzos pintados en este momento por iniciativa propia sin encargo de por medio. En La fragua de Vulcano, aunque persisten elementos del periodo sevillano, se advierte una ruptura importante con su pintura anterior. Algunos de esos cambios se aprecian en el tratamiento espacial: la transición hacia el fondo es suave y el intervalo entre figuras está muy medido. También en las pinceladas, aplicadas antes en capas de pintura opaca y ahora con una imprimación muy ligera, de modo que la pincelada es fluida y los toques de luz producen sorprendentes efectos entre las zonas iluminadas y las sombras.

 

En Roma pintó también dos pequeños paisajes en el jardín de Villa Médici: La entrada a la gruta y El Pabellón de Cleopatra-Ariadna, pero no existe acuerdo entre los historiadores sobre el momento de su ejecución. Quienes sostienen que pudo pintarlos durante el primer viaje, singularmente López-Rey, se apoyan en que el pintor vivió en Villa Médici en el verano de 1630, mientras que la mayoría de los especialistas han preferido retrasar la fecha de su realización al segundo viaje, por considerar muy avanzada su técnica bocetística, casi impresionista. Los estudios técnicos realizados en el Museo del Prado, si bien en este caso no son concluyentes, avalan sin embargo la ejecución en torno a 1630.

 

Permaneció en Roma hasta el otoño de 1630, y regresó a Madrid pasando por Nápoles, donde hizo el retrato de la reina de Hungría (Museo del Prado). Allí pudo conocer a José de Ribera, que se encontraba en su plenitud pictórica.

 

Madurez en Madrid

Concluido su primer viaje a Italia, estaba en posesión de una técnica extraordinaria. Con 32 años inició su periodo de madurez. En Italia había completado su proceso formativo estudiando las obras maestras del Renacimiento y su educación pictórica era la más amplia que un pintor español había recibido hasta la fecha.

 

Desde principios de 1631, de nuevo en Madrid, volvió a su principal tarea de pintor de retratos reales en un periodo de amplia producción. Según Palomino, inmediatamente después de su regreso a la corte se presentó al conde-duque, quien le ordenó acudir a dar las gracias al rey por no haberse dejado retratar por otro pintor en su ausencia. También se le aguardaba para retratar al príncipe Baltasar Carlos, nacido durante su estancia en Roma, al que retrató en al menos seis ocasiones. Estableció su taller en el Alcázar y tuvo ayudantes.

 

En 1631 entró en su taller un joven ayudante de veinte años, Juan Bautista Martínez del Mazo, nacido en Cuenca, del que nada se sabe de su primera formación como pintor. Mazo se casó el 21 de agosto de 1633 con la hija mayor de Velázquez, Francisca, que tenía 15 años de edad. En 1634 su suegro le cedió su puesto de ujier de cámara, para asegurar el futuro económico de Francisca. Mazo apareció desde entonces estrechamente unido a Velázquez, como su ayudante más importante, pero sus propias obras no pasarían de ser copias o adaptaciones del maestro sevillano, destacando, según el aragonés Jusepe Martínez, por su habilidad en la pintura de pequeñas figuras. Su destreza al copiar las obras de su maestro, destacada por Palomino, y su intervención en algunas obras de Velázquez, que habían quedado sin terminar a su muerte, ha originado ciertas incertidumbres, pues todavía hay discusiones entre los críticos sobre la atribución de ciertos cuadros a Velázquez o a Mazo.

 

Participó en los dos grandes proyectos decorativos del periodo: el nuevo Palacio del Buen Retiro, impulsado por Olivares, y la Torre de la Parada, un pabellón de caza del rey en las proximidades de Madrid.

 

Para el Palacio del Buen Retiro, Velázquez realizó entre 1634 y 1635 una serie de cinco retratos ecuestres de Felipe III, Felipe IV, las esposas de ambos y el príncipe heredero. Estos decoraban los testeros (extremos) del gran Salón de Reinos, concebido con la finalidad de exaltar a la monarquía española y a su soberano. Para sus muros laterales se encargó también una amplia serie de lienzos con batallas mostrando las victorias recientes de las tropas españolas. Velázquez realizó uno de ellos, La rendición de Breda, el llamado también Las lanzas. Tanto el retrato de Felipe IV a caballo como el del príncipe se encuentran entre las obras maestras del pintor.

 

Velázquez ocupó en 1643 el puesto de ayuda de cámara, que suponía el máximo reconocimiento de los favores reales, dado que era una de las personas más próximas al monarca. Después de este nombramiento, se sucedieron una serie de desgracias personales, la muerte de su suegro y maestro Francisco Pacheco, el 27 de noviembre de 1644, sumadas a las acontecidas en la corte: las rebeliones de Cataluña y Portugal en 1640, caída del poder del que había sido su protector: el valido del rey, el Conde-Duque de Olivares, junto con la derrota de los tercios españoles en la batalla de Rocroi en 1643; la muerte de la reina Isabel en 1644; y por último la defunción, en 1646, del príncipe heredero Baltasar Carlos, a los 17 años de edad; harían de estos unos años difíciles también para Velázquez.

 

Segundo viaje a Italia

Velázquez llegó a Málaga a principios de diciembre de 1648, desde donde embarcaría con una pequeña flota el 21 de enero de 1649 en dirección a Génova, permaneciendo en Italia hasta mediados de 1651, con el fin de adquirir pinturas y esculturas antiguas para el rey.

 

En Roma, a comienzos de 1650, fue elegido miembro de las dos principales organizaciones de artistas: la Academia de San Lucas en enero, y la Congregazione dei Virtuosi del Panteón el 13 de febrero. La pertenencia a la Congregación de los Virtuosos le daba derecho a exponer en el pórtico del Panteón el 19 de marzo, día de San José, donde expuso su retrato de Juan Pareja (Museo Metropolitano de Arte de Nueva York).

 

Sobre Juan de Pareja, esclavo y ayudante de Velázquez, se sabe que era morisco, «de generación mestiza y de color extraño» según Palomino. Se desconoce en qué momento pudo entrar en contacto con el maestro, pero en 1642 firmó ya como testigo en un poder otorgado por Velázquez. Fue testigo nuevamente en 1647 y lo volvió a ser en 1653, firmando en esta ocasión el poder para testar de Francisca Velázquez, hija del pintor. Según Palomino, Pareja ayudaba a Velázquez en tareas mecánicas, como moler los colores y preparar los lienzos, sin que el maestro, en razón de la dignidad del arte, le permitiese ocuparse nunca en cuestiones de pintura o dibujo. Sin embargo, Pareja aprendió a pintar a escondidas de su dueño. En 1649 acompañó a Velázquez en su segundo viaje a Italia, donde lo retrató y, según se sabe por un documento publicado, el 23 de noviembre de 1650, todavía en Roma, le otorgó la carta de libertad, con obligación de seguir sirviendo al pintor cuatro años más.

 

El retrato más importante que pintó en Roma fue el del papa Inocencio X. Gombrich considera que Velázquez debió sentir el gran reto de tener que pintar al papa, y sería consciente al contemplar los retratos que Tiziano y Rafael realizaron a anteriores papas, considerados obras maestras, que sería recordado y comparado con estos maestros. Velázquez, de igual forma, hizo un gran retrato, interpretando con seguridad la expresión del papa y la calidad de sus ropas.

 

El excelente trabajo en el retrato del papa desencadenó que otros miembros de la curia papal deseasen retratos suyos de la mano de Velázquez. Palomino dice que realizó siete de personajes que cita, dos no identificados y otros que quedaron inacabados, un volumen de actividad bastante sorprendente en Velázquez, tratándose de un pintor que se prodigaba muy poco.

 

La Venus de Velázquez aporta al género una nueva variante: la diosa se encuentra tendida de espaldas y muestra su rostro al espectador reflejado en el espejo.

 

Última década: su cumbre pictórica

En junio de 1651 regresó a Madrid con numerosas obras de arte. Poco después, Felipe IV lo nombró Aposentador Real, lo que le encumbró en la corte y añadió fuertes ingresos que se sumaron a los que ya recibía como pintor, ayuda de cámara, superintendente y en concepto de pensión. Aparte recibía las cantidades estipuladas por los cuadros que realizaba. Sus cargos administrativos le absorbieron cada vez más, incluido el de Aposentador Real, que le quitaron gran cantidad de tiempo para desarrollar su labor pictórica. Aun así, a este periodo corresponden algunos de sus mejores retratos y sus obras magistrales Las meninas y Las hilanderas.

 

La llegada de la nueva reina, Mariana de Austria, motivó la realización de varios retratos. También la infanta casadera María Teresa fue retratada en varias ocasiones, pues debía enviarse su imagen a los posibles esposos a las cortes europeas. Los nuevos infantes, nacidos de Mariana, también originaron varios retratos, sobre todo Margarita, nacida en 1651.

 

En el final de su vida pintó sus dos composiciones más grandes y complejas, sus obras La fábula de Aracné (1658), conocida popularmente como Las hilanderas, y el más celebrado y famoso de todos sus cuadros, La familia de Felipe IV o Las meninas (1656). En ellos vemos su estilo último, donde parece representar la escena mediante una visión fugaz. Empleó pinceladas atrevidas que de cerca parecen inconexas, pero contempladas a distancia adquieren todo su sentido, anticipándose a la pintura de Manet y a los impresionistas del siglo XIX, en los que tanto influyó su estilo. Las interpretaciones de estas dos obras han originado multitud de estudios y son consideradas dos obras maestras de la pintura europea.

 

Los dos últimos retratos oficiales que pintó del rey son muy diferentes de los anteriores. Tanto el busto del Museo del Prado como el debatido de la National Gallery son dos retratos íntimos donde aparece vestido de negro y solo en el segundo con el toisón de oro. Según Harris, reflejan el decaimiento físico y moral del monarca, del cual se dio cuenta. Hacía nueve años que no lo retrataba, y así mostró el mismo Felipe IV sus reticencias a dejarse pintar: «no me inclino a pasar por la flema de Velázquez, como por no verme ir envejeciendo».

 

El último encargo que recibió del rey Felipe IV fue la realización en 1659 de cuatro escenas mitológicas para el Salón de los Espejos del Real Alcázar de Madrid, donde se colocaron junto a obras de Tiziano, Tintoretto, Veronés y Rubens, los pintores preferidos del monarca. De las cuatro pinturas (Apolo y Marsias, Adonis y Venus, Psique y Cupido, y Mercurio y Argos) solo se conserva en la actualidad la última.

 

De acuerdo a la mentalidad de su época, Velázquez deseaba alcanzar la nobleza, y procuró ingresar en la Orden de Santiago, contando para ello con el favor real, que el 12 de junio de 1658, le hizo merced del hábito de caballero. Para ser admitido, sin embargo, el pretendiente debía probar que sus antepasados directos habían pertenecido también a la nobleza, no contándose entre ellos judíos ni conversos. Por tal motivo, el Consejo de Órdenes Militares abrió en julio una investigación sobre su linaje, tomando declaración a 148 testigos. De forma muy significativa, muchos de ellos afirmaron que Velázquez no vivía de la pintura, sino de su trabajo en la corte, llegando a decir algunos de los más allegados, pintores también, que nunca había vendido un cuadro. A principios de abril de 1659 el Consejo dio por concluida la recogida de informes, rechazando la pretensión del pintor al no encontrarse acreditada la nobleza de su abuela paterna ni de sus abuelos maternos. En estas circunstancias solo la dispensa del papa podía lograr que Velázquez fuese admitido en la Orden. A instancias del rey, el papa Alejandro VII dictó un breve apostólico el 9 de julio de 1659, ratificado el 1 de octubre, otorgándole la dispensa solicitada, y el rey le concedió la hidalguía el 28 de noviembre, venciendo así la resistencia del Consejo de Órdenes, que en la misma fecha despachó en favor de Velázquez el ansiado título.

 

En 1660 el rey y la corte acompañaron a la infanta María Teresa a Fuenterrabía, cerca de la frontera francesa, donde se encontró con su nuevo esposo Luis XIV. Velázquez, como aposentador real, se encargó de preparar el alojamiento del séquito y de decorar el pabellón donde se produjo el encuentro. El trabajo debió ser agotador y a la vuelta enfermó de viruela.

 

Cayó enfermo a finales de julio y, unos días después, el 6 de agosto de 1660 murió a las tres de la tarde en Madrid. Al día siguiente, 7 de agosto, fue enterrado en la desaparecida iglesia de San Juan Bautista, con los honores debidos a sus cargos y como caballero de la Orden de Santiago. Ocho días después, el 14 de agosto, falleció también su esposa Juana

 


 

Fuente: https://es.wikipedia.org/wiki/Diego_Vel%C3%A1zquez

 

 


Comentarios

Entradas más populares de este blog

Jacques de Vaucanson

Miguel Barragán

Melchor Múzquiz